Grekronikas (I)

Parece mentira que en apenas dos años que han transcurrido desde mi primer viaje a territorio griego la situación del país haya empeorado a este ritmo. Es como si la Grecia moderna se desmoronase mientras los restos de la Grecia clásica van recobrando su esplendor tras las restauraciones. Paradójico.


Fue un 3 de mayo de 2009 cuando aterricé en una nubosa Atenas que amenazaba lluvia, y sí, ciertamente hubo una tormenta de aficionados del Olympiacos que se lanzaron a las calles para festejar la Copa de Grecia y no dejaron pegar ojo hasta bien entrada la madrugada.

El lunes, 4 de mayo, amaneció gris y fresco, un día perfecto para caminar por la ciudad.

Lo primero, visitar la Acrópolis:

y fotografiar a duras penas un Partenón siempre vestido de andamios y con lo mejor de su arte en el British Museum...

Disfruté con capiteles y columnas. Por lo visto tengo un desarrolladísimo complejo fálico que se demuestra con la fascinación que siento por las columnas y los cientos de ellas que he fotografiado. Al menos eso me dice el psicólogo familiar. En fin, como también me pirra fotografiar flores y capullos, concederé veracidad al diagnóstico.

Un paseo por el Ágora, el templo de Hefestos, la Stoa de Átalo, el Odeón de Agripa, el Gimnasio y el templo de Ares dieron por conclusa la visita a tan ilustre localización.

En esta vista maravillosa del Hefesteion se puede apreciar mi acomplejada fascinación.


En fin, supongo que a cada uno se nos hincha una circunvolución cerebral.

La mañana terminó con la visita al Museo de Arte Cicládico, inesperadamente curioso y del que no voy a poner fotos para no hacer spóilers, porque hay que descubrir por uno mismo las piezas que conserva.

Esperadísima pausa para comer. La noche anterior ya había catado en Monastiraki las delicias del souvlaki y el primer Kritikós de todos los que caerían durante el viaje. En esta ocasión me dejé recomendar y hacer parada y fonda en un restaurante de clientela variada pero con fama entre los españoles. Cayó la primera moussaka auténtica griega, y un moschofilero para acompañar las dolmadakia. También hubo invitados especiales a la mesa (éste fue prudente, pero tengo otro que se metió en el cestillo del pan):


Llegados a este punto de atención gastronómica, he de decir que la razón de elegir Grecia como destino vacacional del año no fue el interés por los monumentos y la Grecia clásica. No. Ni mucho menos; si hubiéramos querido ver eso, habría ido al British o vuelto al Louvre. Si quería ir a Grecia fue porque después de comer en el Delfos, un restaurante griego en Madrid, me enamoré de todos y cada uno de los platos que comí y pensé: "si aquí en Madrid saben así... ¡cómo será en Grecia!". Y aquí vine, a comprobarlo en persona.

Para bajar la exquisita comilona, el Museo Arqueológico Nacional, donde todavía se ven algunos de los tesoros que tantas veces hemos visto en los libros de Historia y, recientemente, en la wikipedia. La más fascinante, cómo no, la máscara de Agamenón.


Puedes quedarte mirándola durante mucho tiempo como queriendo retroceder en él y conectar con la memoria del hombre detrás de la máscara.

Y, se rompe el hechizo. El silencio del Museo se transforma en el bullicio de la plaza Sintagma, Omonia, sus calles comerciales, Plaka y Monastiraki con sus miles de cafés, restaurantes, puestos de chuminadas, panaderías ambulantes, iglesias ortodoxas y todos esos atenienses que hablan con un acento similar al nuestro y que crees que entiendes... como si hablaran un español a 45 revoluciones. De vuelta al hotel, muy cerca del Licabeto, el juego consiste en aprenderse el alfabeto moderno griego en las placas de las calles (odos).

Más de 10 horas pateando Atenas tienen su recompensa en un descanso reparador. Mañana, crucerito por el golfo Sarónico ;)