Crónicas Jordaneiras (VI)

28 de noviembre 2008 - Petra-Wadi Rum-Aqaba-Ammán

El día amanece sorprendentemente nublado.  Damos gracias a Dushara (la principal divinidad nabatea) por la espectacular víspera y pensamos en lo desconsolados que se van a sentir los turistas de hoy, cuando no puedan disfrutar los visos del Tesoro, del gres dorado y rojo a lo largo del Siq, o de las panorámicas infinitas sobre el valle de Arabah en la cima del Deir.

Poco a poco las nubes se van quebrando y el sol se abre paso entre ellas para iluminar los colores del desierto.  La mayor parte de la travesía por el Camino de los Reyes hasta enlazar con la Carretera del Desierto transcurre bajo este cielo claronuboso

que se refleja en el suelo en millares de formas caprichosas similares a las que nos esperan al llegar a Wadi Rum, el desierto de Lawrence de Arabia, el más bello del mundo.

En verdad es una belleza, con mares de arena roja y lagos de arena dorada e islas de roca que se elevan siendo ellos los verdaderos "castillos del desierto".

Y yo, aquí, me siento como narra el propio T.H. Lawrence en "Los siete pilares de la sabiduría":

"El beduino del desierto, nacido y criado en él, había abrazado con toda su alma esta desnudez excesivamente áspera para los demás, por la razón, sentida aunque no expresada, de que allí se encontraba indudablemente libre."

"En su vida tenía aire y viento, sol y luz, espacios abiertos y un enorme vacío. No había esfuerzo humano, no había fecundidad en la naturaleza; sólo el cielo en lo alto y la tierra inmaculada debajo."

Yo no he nacido beduina del desierto, y sin embargo no necesito más en mi vida que el aire y el viento, sol y luz, y espacios abiertos, y ese cielo azul infinito y limpio sobre mí.

Aquí, junto a los beduinos, en una haima instalada en el cañón donde se encuentran grabadas en una piedra las efigies de Lawrence y de Faysal Ibn Ali, me tomo el té de mi vida.  Nunca antes he disfrutado igual de un té, ni en Marruecos, Túnez o Egipto, ni siquiera en el Sahara o en el Atlas con los bereberes.  No es sólo el sabor o el color, sino todo lo que representa.

Este vaso contiene la esencia de todo lo que amo en la vida.

Ojalá no terminara nunca de recorrer cada grano de arena, de examinar cada roca, cada piedra, cada brizna de hierba que arrastra el viento.  Ojalá me quedara el tiempo suficiente para ver cómo el Tiempo, el viento, el sol y la noche desgastan las montañas hasta que ellas y yo no seamos más que parte de un inmenso mar ocre.

Sin embargo, allá, donde todo termina, se yergue Aqaba y todo huele a mar, todo es luz y azul, todo el brillo... todo se diluye en el atardecer a orillas del Mar Rojo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Abuela, no puede servidor sino manifestar su más insana envidia ante semejante crónica. Un viaje de lujo, con todas las letras y donde los haya. Usted sí que sabe, recorriendo todos los paraísos que la naturaleza y la historia han tenido a bien concedernos.

Margarita Garcia Alonso dijo...

deliciosas cronicas y fotos;
saludos