CHANYU

El corto verano era arrastrado por el viento helado del norte, que se colaba entre las montañas Altái y campaba a sus anchas por la llanura de Ukok. Pronto la nieve sepultaría los pastos y los rebaños deberían migrar hacia las tierras bajas. Así venía ocurriendo desde los tiempos más remotos.



Natalia Rudenkova y su equipo de excavación se afanaban por llegar a la cámara mortuoria del túmulo que había descubierto en aquel confín de Siberia, muy cerca de la frontera con Mongolia y Kazajstán. Siguiendo los pasos de su padre, Vladimir Rudenko, buscaba los restos de la cultura que hace veinticinco siglos hizo de la meseta de Ukok el hogar de los pazyryk. Enamorada y absorbida por su trabajo, apenas había tenido tiempo en la vida para conocer el mundo más allá de las fronteras del laboratorio de la Universidad de Novosibirsk y las extensas llanuras esteparias, desiertas y frías; tampoco hombres que estuvieran entre su edad y la de su padre, pues sus profesores sobrepasaban los sesenta y sus hallazgos, los mil quinientos años. Acostumbrada a ignorar la llamada de la libido, se sintió confusa ante los impulsos que aquel antropólogo bielorruso le provocaba.

Ilia Platov, doctor en Antropología Social por la Universidad de Minsk, era admirador del trabajo de Rudenko. Participar en la excavación dirigida por su hija había sido una inesperada gratificación y no sólo por lo que a la ciencia se refería. En verdad, Rudenkova era una mujer excepcional.

Absorto en sus pensamientos, Ilia se sobresaltó al escuchar el sonido hueco cuando golpeó sobre una superficie de madera. Soltó la pala y corrió hacia la loma donde divisó a Natalia.



Encaramada en una colina de suave contorno llenaba sus ojos con los colores tristes del desolado paisaje. El verde grisáceo de la hierba rala anunciaba la pronta partida. Los pacíficos pastores de Ukok deberían convertirse en los feroces guerreros pazyryk para defender las praderas donde pasarían el largo y duro invierno, más allá del Altay. Un joven se postró a sus pies: “Chanyu, los jefes urik esperan en la yurta”. Saltó a lomos de Tch’eng-li Ku-t’u y salió al galope estallando en gritos de júbilo. Amaba la libertad, la salvaje estepa y sentir las afiladas caricias del viento en su rostro.


Llegó al campamento con el pelo alborotado y la cara ardiendo bajo la helada piel. Ilia le mostró las tablas de madera. Emocionados, los componentes de la expedición limpiaron la zona y abrieron un agujero en el techo de la cámara. Era el primer túmulo intacto que encontraban. En el interior les esperaba un momento de la Historia congelado hacía veinticinco siglos. Natalia entró por la abertura.


Se hizo el silencio cuando asomó al interior de la yurta. Los jefes urik inclinaron las lanzas y la cabeza en señal de respeto y sumisión a la chanyu. Aunque algunos no estaban muy conformes con tener a una mujer como jefe, lo cierto es que era la mejor guerrera y se había ganado el puesto por sus propios méritos. Así era la ley de los nómadas. Ella había unido las urik, las había guiado en las migraciones invernales hacia los mejores pastos y los había defendido contra los chibe, katanga y karakul. La llamaban yabghu, y se decía que era hija de Tängri; por eso gritaba en la llanura sin ofender a los Antiguos. Así también su montura era hijo de los caballos celestiales del Altay.

La chanyu ocupó su lugar en la asamblea. Los jefes doghoi colocaron un tocado de madera cubierto de pan de oro sobre su cabeza, ratificándola una estación más como jefe del il y jurándole fidelidad y lealtad. Sentados en torno al fuego cada jefe dio cuenta del número de hombres y rebaños de su tribu. Aquel invierno el il pazyryk contaría con unos mil guerreros para defender el ganado, las mujeres y los niños. La travesía por el Altay sería penosa; los shamanes celebrarían ritos en altares de piedra sobre las colinas. Ella misma rogaría a Tängri por la protección de su pueblo.

Pidió que la dejaran sola. Se comunicaría con el dios del Cielo a través de las volutas de humo del fuego sagrado, que ardía en el centro de la tienda de los chanyu desde el principio del tiempo. Y Tängri revelaría sus designios en las nubes y en mensajes que enviaría con el viento. Se tendió sobre la alfombra de fieltro rojo y dejó su mente en blanco mientras se quemaban ramas verdes de alerce, el árbol de los Antiguos. Comenzó a leer los signos sagrados impresos en su piel. Sintió cómo su espíritu se elevaba.

Cuando descendió al suelo, Natalia no percibió olores rancios o de putrefacción. Aquel frigorífico de unos tres metros de largo había conservado a la perfección su contenido. Dispuestos en torno al ataúd podían verse todo tipo de objetos que el difunto utilizaría en la otra vida, en las praderas del cielo, más allá de las nubes. Natalia contempló, con una ternura infinita, una pila de mantas de piel, varias lanzas, imágenes talladas en hueso, escudos de cuero y una alfombra de fieltro rojo sobre la que reposaban los restos de un caballo y el féretro.

Se trataba de un tronco de alerce de unos dos metros de largo, sellado con clavos de bronce. Era sin duda la tumba de un gran guerrero. Totalmente fascinados por el hallazgo, Natalia y sus compañeros extrajeron las verdosas alcayatas y retiraron la tapa. Un bloque de hielo protegía el cuerpo del inexorable paso del tiempo. Calentaron tazas de agua y las vertieron con delicadeza y mimo sobre la masa helada.

El crujido de los cristales al contacto con el agua de los arroyuelos anunciaba el deshielo y el momento de regresar a Ukok. El invierno había sido crudo y las pérdidas numerosas; pero el pueblo pazyryk estaba satisfecho. La chanyu había cuidado de ellos como una madre y los había defendido de hu-kis y yuan-yuans como un padre. Volvería a casa más de la mitad de los que vinieron, y algunos otros que verían la luz en su tierra.

Las mujeres preñadas tallaron en hueso un amuleto para la yabghu: un pájaro-grifo con el pico y las alas abiertos, símbolo de maternidad. Era su manera de expresar los deseos de su pueblo por un vástago que heredara el carisma de su madre. Cuando lo recibió apenas pudo ocultar las lágrimas. En su tatuado brazo lucía una ajorca de plata: un león-grifo luchando contra un dragón-serpiente. Había pertenecido a su padre, un gran guerrero que murió defendiendo a su pueblo. Al aceptarlo había adquirido el compromiso de seguir sus pasos como cabeza de familia, puesto que no había hombres en su yurta, como guerrero del clan y como leal al chanyu. Renunció pues a sus labores de mujer, entre ellas tener hijos. Así era la ley de los nómadas. Con pesar devolvió el regalo, manifestando así que su responsabilidad se mantenía hasta que otro jefe la sustituyera. Una joven mujer de abultado vientre guardó el amuleto con mucho cuidado entre los pliegues de la falda. Al hacerlo se dio cuenta de que había roto aguas.

El líquido caliente resbalaba por el hielo derritiéndolo dulcemente. Allí donde la capa era más débil se iban abriendo pequeños orificios, que se agrandaban como diminutos ojos que despertaban tras un letargo ya milenario. Natalia apenas controlaba la emoción, que le latía en las sienes como una manada de caballos.

El claqueteo de cascos se fue perdiendo entre las dunas. La horda hiun-yu había sufrido una irreverente derrota y su docena de supervivientes se alejaba al galope. Buscaban caballos y a veces mujeres; eran salvajes y crueles; despreciaban a pastores y sedentarios; no respetaban ninguna ley, excepto la suya. Venían del este, atacaban por la noche y se marchaban cuando los tonos encarnados del amanecer se confundían con la sangre de sus víctimas. Pero esta vez habían tendido una emboscada a la avanzadilla de exploradores pazyryk en el paso de Gorno-t’chien, el desfiladero que cruzaba la estepa seca a los pies del Altay. El choque fue brutal. Cuando llegó el grueso de la caravana encontraron la cañada salpicada de cadáveres y regueros de sangre. Apenas media docena de guerreros pudieron ser rescatados de entre los muertos.



Como un espíritu una figura se irguió tras unos caballos agonizantes. Era la chanyu. Estaba empapada en sangre oscura, mezcla de la que manaba por sus abundantes rasguños y la de sus enemigos. Levantó un brazo y mostró a su pueblo la cabeza del jefe del grupo agresor: “El paso es seguro” murmuró mientras se desvanecía en los brazos sus hombres. Del costado salía el mástil quebrado de una lanza corta.

Despertó envuelta en su manta de marmota; estaba en su yurta, acompañada por varias mujeres que entonaban salmos curativos mientras limpiaban sus heridas. Preguntó dónde habían acampado. Una mujer joven, con los pechos aún rezumantes tras el amamantamiento de su pequeña, le contó entusiasmada cómo tras el enfrentamiento con los hiun-yu habían atravesado las montañas y llegado a Ukok. Allí, en su amada tierra, les esperaban infinitas praderas rebosantes de flores y de vida. Todas las tribus permanecían junto a la chanyu en espera de su recuperación. Prepararían una hermosa fiesta en su honor y luego partirían hacia sus territorios.

La joven interrumpió su relato. La chanyu hacía esfuerzos por levantarse. Un pinchazo en el costado le hizo fijarse en un aparatoso emplasto de musgo y barro. Se puso en pie y salió de la tienda. Los pazyryk enmudecieron al verla. Todos sabían que su herida era mortal. En verdad debía ser hija de Tängri, pues sólo del Cielo podía llegarle esa fuerza sobrehumana que demostraba. Los guerreros comenzaron a golpear sus lanzas contra el suelo al grito de "¡Yabghu!". El pueblo entero se unió a ellos coreando el título de su soberana. Ésta montó en Tch’eng-li Ku-t’u, malherido como ella en el combate. Jinete y montura conocían su destino próximo.

Se alejaron al galope por la llanura eterna profiriendo gritos de júbilo, y sintiendo las afiladas caricias del viento en su rostro. Subieron a una colina de suave contorno y llenaron sus ojos, por última vez, con el verde lujurioso de la estepa silvestre. Mirando a Tängri pensaron en las praderas del cielo, más allá de las nubes. Juntos seguirían allí su carrera. Desde el campamento los pazyryk vieron desplomarse la centáurica figura.

El enterramiento fue el más glorioso dedicado jamás a un chanyu. Excavaron la cámara en la misma colina y trajeron un tronco de alerce desde el mismo Altay, porque no había árbol más sagrado para alguien más divino.



El cadáver reposaba intacto en el interior del sarcófago. Natalia contemplaba absorta la imagen ante sus ojos. Era una mujer. Aún podían verse los largos cabellos bajo un tocado de madera recubierto de pan de oro. Estaba envuelta en una manta de piel de marmota, y la habían acostado de lado, como un niño dormido. Vestía una larga falda de lana y una túnica de seda que dejaba ver un brazalete de plata en su tatuado brazo. Debía de haber sido también hechicera pues llevaba escritos en su cuerpo los signos místicos que la comunicarían con los espíritus sagrados. Había muerto hacía dos mil quinientos años, pero su piel y los símbolos aún se conservaban, momificados en el hielo. Natalia tomó con ternura la mano esbelta y algo se deslizó entre sus dedos.

El amuleto que tan celosamente había guardado entre los pliegues de su falda era ya de la chanyu. Ahora engendraría hijos en la otra vida. La mujer joven, con su hija en brazos, se reunió con los de su clan. Cerraron con clavos de bronce el ataúd y colocaron junto a él a Tch’eng-li Ku-t’u, sin arreos ni manta, tal como ella lo montaba. Ambos reposarían sobre la alfombra de fieltro rojo que les conduciría al reino de Tängri. Apilaron mantas, lanzas, escudos y demás objetos que la chanyu había utilizado y que continuaría necesitando. Sellaron la cámara y encendieron hogueras con el fuego sagrado. Acompañarían con sus cantos la ascensión del alma de su yabghu a las praderas celestiales.

El viento traía los graznidos de una bandada de ánsares en forma de flecha apuntando al sur. En su mano el pájaro-grifo la observaba con su pico abierto de par en par. Natalia escuchó su mudo mensaje, el que le enviaba aquella mujer, favorita de Tängri. Ella no había tenido tiempo de trazar su propio camino, separando sus pasos de las huellas de su padre; de conocer el amor de un hombre y de unos hijos que anhelaba en lo más profundo de su corazón. Aquel grito del pasado alertaba a Natalia sobre su futuro. Miró a Ilia, que inventariaba los objetos encontrados, y pensó que aún tenía una oportunidad. Se preguntó si querría aprovecharla. El antropológo le sonrió tras el bolígrafo que apoyaba en sus labios. Notó los helados dedos de la chanyu entrelazarse con los suyos y apretar el amuleto en su mano. La respuesta apareció clara, igual que el sol asoma entre las nubes después de la tormenta.



El viento perenne arrastraba el aroma ácido del pasto en violentas olas glaucas. Las vastas praderas alimentaban los rebaños, que renovaban sus miembros cada verano, cuando las reses más viejas dejaban su espacio a nuevas cabezas que asomaban entre la hierba. Así venía ocurriendo desde los tiempos más remotos en la llanura de Ukok.





8 comentarios:

KAISER dijo...

Me gusta como utilizas los paisajes y los elementos para dar profundidad a tus palabras, las haces fluir por territorios amplios y perpetúas la libertad en cada frase, frenas el tiempo en cada pensamiento y llenas la memoria de bucólicos entornos de reflexión.Es una invitación a ser un tránsfuga del presente y un viajero por las eternas estampas de la fábula de tu prosa.

Señora del Averno dijo...

Nunca había recibido una crítica que fuera de por sí una pequeña obra literaria (K)

En algun momento esas estepas me verán llegar y ya no tendré que escribir sobre ellas ;)

Muchas gracias.

KAISER dijo...

Cuando llegues, ya no querrás regresar, ni siquiera mirarás atras. Tampoco te habrás dado cuenta del camino. sólo estarás alli, detenida en el tiempo, formando parte del paisaje como un elemento más, mecida por el beso del viento a las puertas de la eternidad.

KAISER dijo...

No te veo contador de visitas, igual he mirado mal. Si no lo tienes ponte uno que te hará una idea de la gente que te lee y te anima a escribir más.
Entra en google busca por contador de visitas tal cual y elige una opción, después se trata de cortar y pegar un código que te dan en tu blog (en la columna estática de la derecha por ejemplo) y ya está.
Si ya lo tienes disculpa por la parrafada, un saludo.

Señora del Averno dijo...

Pondré el contador, pero como curiosidad. En realidad no escribo para nadie, sólo para mí y para los protagonistas de mis relatos, para que nazcan y vivan un cuento.

Gracias por la pista, maestro ;)

SyL dijo...

Ahora voy entendiendo y relacionando parte de tu inter�s por ese maravilloso mundo que es descubrir y viajar. Vivir en la aventura a cada minuto, mientras decides partir hacia un nuevo lugar para recorrerlo y sentirlo como en las pelis de Indiana Jones.
El relato me parece muy bueno, con detalles que lo hacen m�s interesante.Te felicito...

p.d: ya vi la mezcla perfecta entre Nyman y el patinaje que pusiste en video. Maravilloso, la primera vez s�lo vi el que tienes arriba, que es igual de hermoso.

p.d2: Yo encontr� mi contador en http://www.estadisticasgratis.com

hay de todos los colores jeje. Un beso enorme y espero tengas un genial fin de semana.

__m__ dijo...

y todo esto lo has sacado de.....?

Señora del Averno dijo...

Qué "todo esto"? A ver, que estoy algo resacosa.. jajajajajajajajajajajaja :P